lunes, 13 de julio de 2015

Que sea un secreto

De chica comía un montón de cosas que ahora, de grande, detesto.
Mandarina, por ejemplo.
De chica me las devoraba. La pelaba tranquila y me comía gajo por gajo. Le sacaba los pelitos con una paciencia nunca antes vista.
No sé en qué momento dejé de comerlas.
De repente un día no las comí más.
No me acuerdo por qué ni en qué momento, pero pasé a odiarlas.
No soporto su olor, no me parecen lindas a la vista, no me gustan.
Capricho. Si.
No como nada que tenga mandarina. Nada.
O bueno, hasta recién.
Hoy comí sano y bajas calorías todo el día.
Terminé de merendar hace un rato.
De repente me encontré sola, con un kilo de mandarinas, bien naranjas, arriba de la mesa.
Cuando me quise dar cuenta la estaba pelando.
Tenía hambre y me daba curiosidad saber gusto a qué tienen.
Me escondí y me la comí, Tranquila, gajo por gajo, le saqué todos los pelitos.
Si me gustaba me la comía. Si no me gustaba la tiraba al tacho y acá no ha pasado nada.
Me gustó y me la devoré.
Estaba tan rica. Cero ácida. Me quedó un gusto a mandarina rico en la boca. Tan rica.
Si alguien se entera me van a obligar a comer pastel de papa, que tampoco comí nunca más de la nada.
Guarden el secreto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario